CÓMO SER LIBRE
Por Ándrés D’Alessio

Aunque debiera ser lo contrario, no me resulta fácil escribir algo sobre los cincuenta años del Colegio al que ingresé hace cuarenta, donde conocí a mi mujer y al que han ido siete de mis hijos.
El D’Elía siempre significó una prueba. Lo era el solo hecho de ingresar, frente a la fama de excelencia que tenía en San Miguel; lo era el largo del pelo que debíamos guardar, en la época en que dejárselo un poco largo comenzaba a estar de moda; lo era nuestro atuendo obligatorio, el “ferretero” que siguen luciendo los alumnos de hoy, con camisa blanca y cuello abrochado sin corbata, al cual, aunque nos gustaba usar saco con dos tajitos cuando podíamos, yo no dejaba nunca de usar si iba a buscar a mi madre al “Nacional”, que se acababa de crear con fuerte antagonismo a nuestra escuela.
También era una prueba al convivir con la disciplina del D’Elía. Era una prueba útil porque en los casos en que nos parecía que lindaba en la arbitrariedad se nos permitía siempre alzarnos contra ella si encontrábamos la forma de hacerlo con inteligencia.
A muchos años de haberlo hecho, guardo entre los recuerdos más valiosos de una vida ya algo larga, las veces que conseguí enfrentar a “Pérez” –no hay otra forma auténtica de llamarlo- y salir airoso.
Cuando se me ocurrió hacerle un chiste respecto a su costumbre de no corregir las pruebas, y después de haberme hecho quedar después de hora a “conversar” con él, terminamos pasadas las ocho hablando como dos amigos sobre lo que él quería del colegio y de nosotros y por qué.
Cuando propuso, sin dar razones, que el Club Colegial usara sus fondos para comprar un tocadiscos y lo donara de inmediato al colegio, y sólo lo consiguió después de pedir un cuarto intermedio para explicarnos a los más grandes que temía que el gobierno disolviese los clubes colegiales y se apoderara de sus bienes.
Aprendí en esos años cómo se siente uno cuando es una minoría, con escasa fuerza política, salvo la que da la decisión de pensar libre e independientemente. Cuando entré a primer año, el gobierno no se caracterizaba por su tolerancia a los opositores y el D’Elía era un verdadero refugio para ellos. Fue por entonces, cuando se dijo que el Intendente había pronunciado un discurso muy agresivo hacia el colegio y su rector. Cuando volvía de firmar un pergamino de desagravio –creo que en lo de Picca- por mínimo que hoy parezca el acto, yo sentía que no necesitaba que nadie me explicase que era el derecho de resistencia a la opresión.
El D’Elía era, por eso, una buena escuela de civismo. Los acontecimientos políticos no eran dejamos fuera, sino que constituían objeto de discusión y análisis. Todavía recuerdo esa clase de 1954 en que Pérez vino a preguntarnos qué pasaría, a nuestro juicio, si se producía enfrentamiento entre gobierno e iglesia que algunos meses después estallaría.
El día que tocó la señora de Fernández hacer el discurso obligatorio culpando a la oposición de la quema de la bandera, casi ninguno aplaudió sabiendo que eso era, precisamente, lo que ella esperaba que hiciéramos.
Cuando puse un cohete en el limonero que existía en el fondo antes de que se construyesen las aulas nuevas, lo único que necesitó Pérez fue señalarme si me había olvidado de que en el pueblo había gente que estaría contando gozosa que “en el D’Elía no consiguen evitar que los alumnos tiren cohetes en el recreo”, para que sintiera más vergüenza que la que hubiera podido provocarme cualquier sanción.*
A pesar del espíritu predominantemente laico del Colegio, la despedida de Hebe Franco, nuestra profesora de Religión, la que nos enseñaba cuánto más fácil era superar los defectos de inteligencia que los de la voluntad, es otro recuerdo difícil de olvidar.
Discutíamos en clase sobre las invasiones a Hungría y Egipto en 1956; sobre los acontecimientos de Little Rock, Arkansas, cuando la mayoría blanca se había alzado contra la orden de integrar racialmente las escuelas; usamos como texto de educación democrática el discurso del General González sobre las bases del pensamiento autoritario en nuestro ejército.
Esas discusiones se enriquecían por el variado ambiente cultural del D’Elía; mis compañeros provenían no solo de muy diversas posiciones familiares en lo económico, sino de diferentes países e historias. Compartíamos nuestros días con hijos de inmigrantes japoneses, con muchachos y chicas de Letonia y Servia que habían pasado su infancia durante la guerra y había emigrado inmediatamente después, mientras sus países eran ocupados. Hasta nuestras risas por los esfuerzos del holandés Bandel por cumplir, parado al frente, la exigencia reiterada –hasta el límite de lo sádico- de la señora de Fernández de que pronunciara “la reina” y no “la gaña”, también cumplía un papel integrador.
Eso fue muy importante pero más lo fue lo que dije al principio. En el D’Elía aprendí, siendo joven, a no quedarme callado si tenía algo para decir que valiera la pena, aun cuando molestase a alguien y ese alguien fuera la autoridad; a soportar riesgos por haberlo hecho sin que ellos fuesen nunca tan graves que pudieran lesionar mi capacidad para hacerlo, sino justamente medios para que funcionasen por el contrario, como un estímulo.
Es eso, creo consiste aquel “espíritu deliano” del que tanto nos hablaban sin que entendiéramos qué era. En esa mezcla de respeto e iniciativa, de orgullo y de cariño por la institución que no obstaban a la posibilidad de crítica, en esas actitudes y disposiciones que son las precisamente necesarias en los ciudadanos de una democracia.
Porque así lo sentí, pasaron por ese colegio ya cinco de mis hijos, se educar en él dos y esperan ingresar los restantes. Esas mismas cualidades las he visto actuar sobre ellos, han convivido en el D’Elía con compañeros de diversas culturas y posiciones económicas aprendiendo qué poco importantes son esas diferencias y, en cambio, cuánto lo son las que marca la inteligencia, la capacidad de esfuerzo y el coraje moral.
A alguno lo vi entrar protestando por la rigidez que en el D’Elía tenía y pudo observar muy pronto cómo el temor dejaba lugar al orgullo de haber podido superar fácilmente esa prueba y, casi enseguida, a la alegría de sentirse aprovechando el tiempo, a apreciar que iba siendo ayudado no sólo a adquirir la información necesaria, sino a formarse como ser libre y, por ello, razonablemente seguro de si mismo.
* En honor a la verdad, mi culpa se había reforzado con un introito a esa actitud que así contada parece tan serena. En realidad había comenzado preguntándome si había sido yo el responsable y, después de recibir mi respuesta afirmativa, se había vuelto hacia Read y dicho: “…Suerte que me lo dijo, porque si no, lo expulso del colegio…” y, ahora mirándome, “…y encima te rompo todos los huesos hijo de una gran p…”. Sólo después había venido la pregunta sobre mi olvido de cuidad el prestigio del Colegio.

Dr. Andrés D’Alessio – Egresado 1957
Artículo de la Revista del Cincuentenario del Instituto– Año 1992

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